El campesino de París

París

El escritor francés Louis Aragon contó París desde uno de los ángulos más originales jamás abordados: la mirada limpia, original y asombrosa de los campesinos. Glosamos aquí su libro, “El campesino de París” (Bruguera) escrito en 1926, porque en él eleva a santuario esta nueva e inédita facultad de la gente del campo

Por José Carlos Blanco, Jefe de Prensa de COAG CASTILLA Y LEÓN.

 

Hay quienes han narrado París a través de la oscuridad. Charles Baudelaire, Guillaume Apollinaire, Walter Benjamin, et al, eran la apología de la tristeza recalcitrante y contagiosa. París era la ciudad de las tinieblas.

Pero la ciudad, escurridiza y aérea, se zafa bien de estas sierpes aquejadas de negrura y “París era una fiesta”, pregonaba Ernest Hemingway, ebrio de absenta, por los cafés de Montmartre. Y detrás, los balas perdidas de la Generación Perdida norteamericana encabezados por Francis Scott Fitzgerald y amamantados por Gertrude Stein, mater sapientísima de toda la camarilla. París era la ciudad de la luz, solar y talentosa, y con resplandeciente fulgor ha sido inmortalizada por los cerebros más volcánicos de los últimos siglos. Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, James Joyce, Julio Cortázar, Victor Hugo, Honoré de Balzac, Henry Miller….Faulkner, Ginsberg, Pound, Cocteau, Verlaine, no citamos ni al uno por ciento de la tropa, han ofrecido ardiente y original testimonio de su paso, estancia o nacimiento en la ciudad del Sena.

Woody Allen los agita y los mezcla a todos, como si fueran un coctel Negronic, en su película “Midnight in Paris” con un fondo epidérmico de Cole Porter.

Pero nadie ha llegado tan lejos en lo insólito como Louis Aragon. En su libro “El campesino de París”, escrito en 1926, cuando el narrador no ha cumplido la treintena y es pura neurona y es pura llama creativa, discurre una nueva manera de mirar. Hurta la mirada de los campesinos para llevarla a París y posarla sobre lo que sucede. Aunque aparentemente quieto como un edificio o una librería cerrada por la noche, lo que sucede tiene un concepto clave: el engranaje. Todo está en su sitio para que ocurran las cosas, incitadas y estimuladas autónomamente, por si mismas; hay que saber rescatar las historias que encierra cada objeto; en eso consiste mirar y en eso son expertos los campesinos.

Un ejemplo. La tienda del vendedor de sellos de Petit Grillon tiene en su escaparate dos papeles pegados uno encima de otro, que explican una historia enorme. El que primero fue pegado, que se trasluce bajo el segundo, dice: “Cerrado por enfermedad”. El segundo, pegado sobre el primero, dice: “Cerrado por defunción”.

Alguien dijo que a todas las novelas le sobran 200 páginas incluidas las novelas de solo 200 páginas. ¿Qué falta en esta historia que acabamos de contar? ¿Cuántas páginas? A nuestro juicio, nada.

He ahí la mirada del campesino. Es un disparo, es una mirada urgente y quieta, rápida y sosegada. Es mirar el silencio, la ausencia, el musgo del tiempo; una milésima de segundo tarda el campesino en ver el pasado y el futuro en lo que ahora es presente. Algo ha brotado, algo ha muerto, algo lucha por surgir. Hay una historia plena en cada mirada del agricultor sobre los campos. Cómo se labran surcos en la frente del campesino cuando sopla Ábrego y cómo la frente se desbroza y se alisa con los vientos favorables. Ese patrimonio salvaje lo hurta Aragon al campo y lo exporta a la ciudad, sin reglas, con todo su bagaje indómito. Y entonces dice: “Basta con que un pájaro cante para que broten lágrimas de los ojos”. Ojos bañados en lágrimas para ver otra realidad. Real y figurada a partes iguales, con absoluta equidad en cada porcentaje, es la única forma de mirar. El campesino lo sabe. Cuando explota el primer brote de una tierra sembrada de semillas, cuando llega a este mundo procedente del mundo de la suprema blancura el ternero, el cabritillo, el cordero (Agnus Dei: otro día hablaremos de cuanto deben los credos al campo), que Big Bang silencioso y quieto se produce en la mirada solitaria y callada del campesino.

Louis Aragon es un escritor presuntamente surrealista de 26 años cuando osa encarar este singular portrait de Paris que hoy nos ocupa. Nada más comenzar la obra dice: “sin que nada hubiera revelado su proximidad, la primavera penetró súbitamente en el mundo. Ocurrió la tarde de un sábado a eso de las cinco (…) el hilo de los pensamientos cambia su curso (…) ya no soy dueño de mí mismo de tan libre como me siento (…) estoy en la ruleta de mi cuerpo (…) un sentimiento noble me impulsa a preferir este abandono a todo lo demás”.

He aquí un ejemplo de cómo miran los campesinos. Hay ahí, en el córtex de Aragon, una epidermis de humus feraz lista para acoger la sementera. Un urbanita fanático, aunque rural aborigen, como es el músico Joaquín Sabina, dice al enfrentarse al mismo fenómeno visto o sentido o presentido desde la ciudad: “Ya el campo estará verde. Debe ser primavera”.

No es lo mismo.

Carga Aragon contra el desdoro de la sociedad moderna que llama a las puertas del campo solo para utilizar sin ingenio sus metáforas. Brama: “los hombres no han encontrado más que un término de comparación de lo rubio: Como el trigo y han creído decirlo todo”. Aragon propone una amplia paleta de gamas de lo rubio. “Rubio como el beso (…) como el ruido de la lluvia (…) el silencio de las mañanas (…) una especie de reflejo femenino sobre las piedras (…) champaña sobre el suelo de los bosques”.

Ver para creer, para conocer y para pensar. Ver a través de los ojos de quienes los han instruido en el reflejo de lo invisible y lo asombroso. Ver para dentro y para fuera, como los campesinos. El abolicionista y feminista adelantado americano Henry Ward Beecher lo vio muy claro. Dijo: “Usted y yo no vemos las cosas como son, vemos las cosas como somos”.

Vean las cosas como las ven los campesinos y todo será más nítido. O las cosas, como maldice Aragon, puede “que broten donde nadie las ha sembrado”.